La particularidad de Samarcanda, punto clave de la ruta de la seda

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La manera como se llega a una ciudad es determinante y una de las formas más impresionantes de llegar a la mítica Samarcanda, en el actual Uzbekistán, es en tren. Y si se llega de madrugada, una noche de luna llena, con un antiguo tren soviético largo como una caravana de camellos, la impresión es brutal. Os sentís como un viajero de hace mil años, sudado y cansado de tantas horas de viaje por la estepa, que cocida a adentrarse en la ciudad para buscar lugar en un albergue de motxillers, que en el fondo es como un caravanserrall moderno.

Samarcanda es una ciudad con una sombra mítica muy alargada: durante siglos fue una de las capitales más importantes de la Ruta de la Seda y esto pesa. Llegó a ser una de las ciudades más pobladas de la Asia Central, un auténtico cruce de culturas, ideas, mercancías y religiones. La pisaron Alexandre el Magno, Genguis Khan y los viajeros medievales Marco Polo y Ibn Batutta; se expandieron el zoroastrisme, el cristianismo nestorià y el islam y se mantuvieron contactos con la China de las dinastías Ming y Tang, Delhi, Damasco, Estambul y Roma. En cierto modo, Samarcanda es el epítome de todo aquello que significó la Ruta de la Seda.

La Ruta de la Seda: un ecosistema singular

Y esta mezcla de culturas todavía se nota, siglos después, en el aspecto de los usbecs: veréis ojos rasgados con iris de color verde oliva, disparos orientales combinados con cabellos de color castaño, cuerpos muy morenos y bigotes abundantes, gente con rostros redondeados y la piel muy blanca. Y a pesar de que la religión mayoritaria es la musulmana, todavía están bastantes reminiscencias del zoroastrismo, una religión casi extinguida en la actualidad que rinde culto al fuego. Sobre todo se nota en los casamientos, que en verano, cuando estuve yo, eran abundantes. Los novios todavía siguen varios rituales tradicionales antes, después y durante la ceremonia de que el fuego es el protagonista.

Pero en el siglo XV, con el auge de la navegación, la vieja ruta terrestre que conectaba quitando y ponente dejó de tener sentido. Y esto Samarcanda lo notó más que cabe otro lugar y cayó cuatrocientos años en el olvido. Quién la despertó de este letargo fueron las ansias expansionistas del Imperio Ruso a la segunda mitad del siglo XIX. Inmersa en el dominio del Asia Central, Rusia entregaba una batalla geopolítica contra Gran Bretaña conocida como ‘the great game’.

Cómo cambió el panorama gracias al tren

Para mover con eficacia sus ejércitos crearon la línea de ferrocarril Transcaspaiana, que en 1888 llegó a Samarcanda. Y con el tren también llegaron las ideas imperiales y la ciudad sufrió la enésima reforma urbanística, muy presente hoy en día. Porque la historia de la Ruta de la Seda también es llena de guerras, destrucciones e incluso terremotos. Y Samarcanda, como epítom que es, también las sufrió. Dice la leyenda que cuando el mítico guerrero mongol Genguis Khan la tomó el siglo XII, causó una carnicería tan grande que el agua de los canales de irrigación fue completamente teñida de color rojo.

Los rusos, con voluntad de occidentalizar la ciudad, destruyeron la vieja ciudadela amurallada para construir unas nuevas fortalezas más modernas y efectivas. También demolieron las calles estrechas y laberínticos del centro para construir tres grandes avenidas anchas, de estilo europeo. Estos cambios se llevaron el bazar original –os imagináis qué debía de haber sido, el bazar de Samarcanda?– y cambiaron por siempre jamás la fisionomía de la ciudad, construida con tierra apisonada.